En un nuevo golpe al sistema de justicia de la entidad, la Fiscalía General de la República vinculó a proceso a una defensora pública federal en servicio en Quintana Roo, identificada como Alicia Paola Barrientos de la Peña, por los delitos de fraude y cohecho.
De acuerdo con las investigaciones, la abogada solicitó dinero a uno de sus defendidos —quien se encontraba detenido— bajo el argumento de que esos recursos eran necesarios para obtener su libertad y cumplir con una supuesta suspensión condicional del proceso.
El caso exhibe nuevamente la profunda crisis de confianza que atraviesa la procuración y administración de justicia en Quintana Roo. Que una defensora pública —encargada precisamente de proteger los derechos de los más vulnerables— sea acusada de corrupción, refleja el deterioro institucional y ético que carcome a las estructuras encargadas de garantizar el acceso a la justicia.
La situación es alarmante: cuando los operadores del sistema —defensores, fiscales y jueces— actúan fuera de la ley, la ciudadanía pierde toda esperanza en un proceso justo. En un estado donde la violencia, el narcotráfico y la impunidad se entrelazan, la corrupción judicial se convierte en una amenaza directa contra la seguridad y los derechos humanos.
Casos como este no son hechos aislados, sino síntomas de un sistema debilitado por la falta de supervisión, la impunidad y la carencia de controles internos. La ciudadanía observa cómo los procesos judiciales se manipulan, los casos se estancan y las resoluciones parecen depender más del dinero que de la verdad o la justicia.
La crisis no se resuelve con discursos ni simulaciones. Urge una depuración real del aparato judicial: investigaciones internas eficaces, sanciones ejemplares y un sistema de defensoría pública verdaderamente autónomo, que garantice justicia para quienes no pueden pagarla.
Mientras eso no ocurra, Quintana Roo seguirá atrapado en un círculo vicioso donde quienes deberían impartir justicia terminan siendo parte del problema.




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