Ciudad de México.– Hace un año, la entonces presidenta electa Claudia Sheinbaum caminaba detrás de los grandes nombres del poder: secretarios, gobernadores, líderes partidistas que se disputaban la lente y la atención, mientras ella observaba, paciente, el desfile de egos que se tomaban selfies en primera fila.
Hoy, el guion cambió. Ya no fue la que pasó detrás, ni la que esperó turno. Los mismos personajes que antes le daban la espalda hoy buscan acomodarse a su sombra. Las cámaras ya no los siguen a ellos, sino a ella.
No hay necesidad de discursos ni de anuncios oficiales para entender el mensaje: el poder tiene rostro, y ahora todos saben cuál es.
En política, los símbolos pesan más que los protocolos. Aquella escena de hace un año —la presidenta avanzando entre espaldas ajenas— se convirtió en un recordatorio de que el poder también observa. Y cuando cambia la marea, los que estaban en la proa terminan buscando sitio en cubierta.
La foto de este año no necesitó filtro ni pie de página: quienes antes posaban al frente, hoy se amontonan detrás, esperando que el nuevo orden político les guiñe un lugar.
Y mientras tanto, Sheinbaum —sin prisas, sin aspavientos— se consolida como el eje de una nueva narrativa del poder en México: una que ya no necesita demostrar quién manda, porque el resto se encarga de recordarlo.
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