El expresidente de la Suprema Corte, Arturo Zaldívar, ha asumido un papel que dista mucho de ser independiente: se ha convertido en portavoz oficial de una reforma al juicio de amparo que amenaza libertades fundamentales. Lejos de defender derechos, Zaldívar se presta como instrumento al proyecto del Ejecutivo que busca recortar la tutela constitucional que protege al ciudadano frente al abuso de autoridad.
En su discurso, Zaldívar afirma que la modificación “corrige abusos” y no limita el acceso al amparo. Pero estas afirmaciones ocultan una realidad política evidente: sus argumentos coinciden con los del Gobierno y con los discursos que legitiman el debilitamiento del equilibrio de poderes. Su defensa ha sido tan alineada que da la impresión de estar haciendo una función más de asesor jurídico del Ejecutivo que de exmagistrado autónomo.
La reforma impone nuevos requisitos (como demostrar “interés legítimo”), limita las suspensiones y da capacidad al Estado para acotar el uso del amparo en casos fiscales y administrativos. En ese contexto, la posición de Zaldívar sirve para blanquear lo que es una ofensiva política contra mecanismos de control del poder. Aquello que debería ser crítica y vigilancia, él lo convierte en beneplícita propaganda legal.
Si la justicia mexicana ya arrastra déficits de credibilidad, figuras como la de Zaldívar erosionan todavía más la confianza pública cuando dejan de ser contrapesos para convertirse en auxiliares del poder. La reforma al amparo no es un debate técnico aislado: es una batalla por el control jurídico del Estado, y Zaldívar está optando por estar del lado del poder y no del ciudadano.



