Tijuana, B.C..– En un episodio que exhibe el descaro del crimen organizado, tres drones cargados con explosivos improvisados atacaron la Unidad Antisecuestros de la Fiscalía del Estado, ubicada en Playas de Tijuana, dañando vehículos y sembrando el terror en plena zona ministerial.
La fiscal María Elena Andrade detalló que las “bombas caseras” no eran molotov ni explosivos sofisticados, sino botellas con clavos, balines y fragmentos metálicos, lanzadas desde el aire con precisión hacia los patios de la dependencia. Aunque no hubo víctimas humanas, los daños materiales fueron evidentes.
Este ataque no es un hecho aislado: ocurre justo cuando la autoridad presume avances contra células criminales, lo que sugiere una respuesta directa del poder oscuro contra quienes osan confrontarlo. Al golpear a una unidad especializada en secuestros, los agresores buscan mandar un mensaje claro: el Estado está desprotegido, vulnerable a lo que se inventen.
Sin respuesta operativa contundente ni detenciones inmediatas, la reacción oficial queda en un remedo de indignación mediática. En una frontera marcada por el tráfico de armas, drogas y personas, la debilidad institucional no solo se tolera: se premia con impunidad.
Tijuana vive hoy no solo el eco delictivo, sino el síntoma de una falla mayor: cuando los aparatos de justicia ya no pueden asegurar ni su propia estabilidad frente al poder criminal, el Estado deja de ser garante y se convierte en actor pasivo.



